Cuando mi hija y mis dos hijos cruzaban la etapa de la niñez y aprendían a hablar, me maravillaba —como seguramente a muchas mamás y papás— del sentido extraordinario y la frescura que daban a las palabras que iban descubriendo. Procuraba transcribir sus sugerentes frases con la intención de, en un futuro, recordarlas, disfrutarlas, imaginar un cuento fantástico o leérselas a ellos cuando fueran mayores. Pero, lamentablemente, esas memorias guardadas a veces se nos extravían o esconden en el trajín de nuestras vidas. Papeles perdidos con frases que son oro puro.
Ahora, por ejemplo, recuerdo que mi hija, aún pequeña, me decía, asombrada, que “las mejillas del reloj se mueven”. O un sobrinito que, hace ya tiempo en una excursión, preguntó: “¿Por qué este árbol está estrellado?”, señalando un amate cuyas grandes raíces se desplegaban sobre una roca como un huevo frito, o como si aquel árbol hubiera caído del cielo e impactado en la Tierra.
Son momentos en los que uno está atento a la voz infantil y la escucha con plenitud. Ocasiones en las que redescubrimos que las palabras están vivas, son salvajes y fuente de creación infinita, gracias a que los niños y niñas les dan la vuelta y las transforman con una nueva luz, con otra mirada. Se apropian del mensaje. Lo agarran por donde mejor les parece y lo ingresan en su mundo. Hacen el oficio del poeta: poniendo sus propias reglas y libertades, crean. Nos recuerdan que las palabras no son fijas, sino que pueden variar su sentido según la circunstancia.
Como descubridora de un nuevo mundo, la niñez explora a fondo las palabras, las embiste y tergiversa, les otorga un significado personal, inconsciente, bello y atrevido. “Los niños se arriesgan. Si no saben, prueban. No tienen miedo a equivocarse”, ha mencionado el británico Sir Ken Robinson, reconocido especialista en educación creativa. Por ello, aunque a veces nos desconciertan con sus ocurrencias, la importancia de escucharlos y no interrumpirlos en su particular modo de mirar el mundo. “No hay partícula de vida que no contenga poesía dentro de ella”, escribió Gustave Flaubert.
De hecho, los “errores” de los niños y niñas, como ha explicado el escritor italiano Gianni Rodari, “son creaciones autónomas, de las cuales hacen uso para asimilar una realidad desconocida”. Descubren las palabras y necesitan confiar en ellas.
“La beatitud eterna es un estado en que mirar es comer”, anotó Simone Weil. Y, en efecto, niñas y niños se comen al mundo, no solo con los ojos, sino con todos sus sentidos al mismo tiempo. No lo muerden, lo mastican, lo disfrutan al máximo, como una barra de chocolate que no se quiere acabar. Observan sin prejuicio y en estado presente. Y así dan nombre a las cosas desde sus propias experiencias.
Pero ¿en qué momento se pierde ese “lenguaje silvestre” infantil —como lo llama la escritora argentina Graciela Montes, una de las más representativas de la literatura para niños y jóvenes en Latinoamérica— para dar lugar al “lenguaje oficial”? Y ¿cuándo dejamos de escucharlos con esa emoción con la que nos deleitábamos con su lenguaje primigenio?
El paso a la escuela
Sabemos que el lenguaje es el punto de encuentro entre pequeños y grandes. “Una herramienta de socialización insustituible”, explica Montes. “El adulto otorga el lenguaje, y al otorgarlo, coloniza”. Esta “colonización cultural” puede ser a la vez amorosa y represiva, aunque casi siempre eficaz. “Las palabras nombran, y al nombrar dan forma. Nombran, y al nombrar, inevitablemente arrastran con ellas una carga cultural, un modo de ver, sentir y manejar el mundo”.
Cuando, generalmente, el niño ingresa a la escuela, se le va sustituyendo su lenguaje subjetivo y personal por uno que se considera más apropiado en ese entorno social; la palabra silvestre es suplantada por la oficial. Si se pregunta a una niña qué es la lluvia, ella podría describírnosla a su manera —“salvaje”, arbitraria— o a la manera oficial —la que el adulto espera escuchar—. Para esa niña, en su propia voz, la lluvia podría ser una lágrima que le cayó en su ojo desde el cielo o el charco que brincó y salpicó, no un mero fenómeno atmosférico.
La infancia llega a la escuela con un bagaje de palabras “propias” que podrían perderse en ese paso por la escolarización. ¿Será posible evitar la pérdida de todo ese descubrimiento y exploración del lenguaje? ¿Podrá lograrse un equilibrio entre el lenguaje silvestre personal y el oficial de la sociedad? “Tal vez”, responde Montes, “si se acepta el hecho de que, por debajo del molde oficial, sigue corriendo, desparejo, caudaloso, el lenguaje silvestre. Y que siempre hay fisuras, grietas por donde el viejo asombro puede volver a colarse”.
El arte de escuchar
Se ha dicho que escuchar es el más elevado arte de las relaciones humanas y que la escucha atenta ayuda a resolver el universo emocional de las niñas, los niños, los jóvenes y los adultos. Sin embargo, es una capacidad que, hoy día, aplicamos poco, sobre todo en un mundo repleto de distracciones. Escuchar a una niña que nos habla mientras tenemos los ojos clavados en la pantalla del celular, no es, por supuesto, prestarle atención plena.
Saber escuchar es quizá la más poderosa habilidad para abrir el corazón, conectarnos profundamente y, de paso, mejorar significativamente la relación con nuestros hijos y alumnos. Cada vez procuramos ser más conscientes de que la escucha es una aptitud primordial para la convivencia y la socialización. Si queremos que las niñas y los niños aprendan a escuchar, empecemos nosotros los adultos por aprender a escucharlos.
La metodología dia, impulsora de la voz propia
A lo largo de treinta años de acercar obras artísticas a las escuelas a través del programa dia (Desarrollo de la Inteligencia a través del Arte), se ha logrado que niñas y niños expresen con sus propias palabras lo que ven, interpretan y piensan sobre el vehículo artístico de mediación que se les presenta (una pintura, una fotografía, un texto literario, entre otros).
Esta metodología procura, mediante espacios respetuosos y dinámicos, que niñas y niños digan lo que realmente sienten y perciben, ya que valora la importancia de escucharlos, su sensibilidad y sus opiniones, así como la sabiduría propia de la niñez. Como ha mencionado una de las facilitadoras del Instituto de Mediación Pedagógica: “La calidad educativa tiene que ver con la pedagogía del afecto y escuchar al otro”.
Por ejemplo, en una sesión dia:
- Se pone atención plena a la niña o al niño que habla, ya que es un regalo para todos los participantes, tanto para la mediadora como para los compañeros del aula.
- Se reconocen y rescatan sus sentimientos sin juzgar ni sugerir: se dialoga.
- Se promueve la empatía.
- No se pone a nadie “bajo el foco” del juicio.
- Se ayuda comprensivamente a la niña y al niño a reconocer sus emociones y a procesarlas.
- No se interrumpe a quien habla, ya que niñas y niños aprenden también al escucharse hablar y llegar a sus propias conclusiones.
- La mediadora usa palabras que validan la experiencia de los niños y niñas.
Dar voz, escuchar a las niñas y los niños e invitarlos a que cuenten sus historias con sus propias palabras es una generosa manera de ayudarles a que su crecimiento sea creativo, imaginativo, comprensible y sensible. Recuperemos ese asombro por sus palabras cuando descubren el lenguaje.