Recientemente, sostuvimos que el primer paso para ofrecer una experiencia educativa realmente inclusiva es reconociendo que los seres humanos somos neurodiversos, con capacidades, características, intereses, desafíos y fortalezas particulares. Y que, por lo tanto, debemos admitir que no existe un procesamiento cognitivo estándar.

Como ya señalamos, la inclusión se produce a partir de la concepción que tengamos de nosotros mismos y de los demás. Más allá del tipo de institución educativa a la que asistan las niñas, niños y jóvenes, con y sin discapacidad o dificultades, la inclusión educativa tiene que ver con la calidad de la experiencia; es decir, con la forma de apoyar los aprendizajes de los alumnos, sus logros y su participación total dentro de sus comunidades.

Cómo se ve una escuela inclusiva

El Colegio Ocachicualli es un proyecto pedagógico fundamentado en diversas teorías y corrientes que proponen recuperar “el sentido del ser”, proporcionando a sus estudiantes convivencias de respeto, cariño, libertad y amor que faciliten los procesos de aprendizaje en sus aulas. Entrevistamos a Patricia Salazar, directora del colegio, licenciada en Psicología y doctora en Psicoanálisis, quien nos compartió la propuesta de este proyecto.

“En Ocachicualli ponemos por delante la integridad de todo sujeto, sea chico, mediano o grande; además, es la escuela de la diferencia, tenemos claro que no somos iguales, ni hombres ni mujeres, ni adultos o niños; entonces, nadie tiene que pretender ser lo que no es y, por lo tanto, procuramos que cada persona valore su singularidad”, explicó Patricia.

Ubicado en el estado de Morelos, Ocachicualli cumplirá en agosto 33 años atendiendo a niños de preescolar y primaria con cualquier tipo de condición.

“Desde el principio, atender a niños con discapacidad fue nuestra premisa porque: ¿en qué momento alguien no puede caber?; así que, desde el primer año, tuvimos a chicos con lesiones neurológicas, parálisis cerebral, síndrome de Down, autismo, tumores cerebrales, diabetes infantil, falta de piernas o cualquier otro miembro, ceguera, sordera, y todo aquel que requiera una atención especial”, expuso la directora, para quien no existe una persona sin diferencias, pues todos tenemos alguna necesidad neurológica, física o emocional.

Llámalo por su nombre

En este colegio no se usan las etiquetas, ni se llama a los niños y a los adultos por su discapacidad o necesidad, pues consideran que todo aquello que etiquete a las personas actúa como imposición y obtura la posibilidad de que acontezca algo inédito en ese ser humano. 

Patricia nos explicó que cuando llamamos a alguien autista, hiperactivo, discapacitado o la condición que sea, ya estamos trazando una línea preconfigurada del sujeto, definiendo quién es y cómo es, y eso es lo que necesitamos cambiar: darle a las personas la oportunidad de ser quienes son por encima de sus diagnósticos.

“Tienen un nombre, ese es el eje fundamental de nuestro trabajo; muchas veces los diagnósticos y las hipótesis les borran el nombre propio sin saber lo que simbólicamente eso arrastra, entonces, ¿cómo les llamamos? Por su nombre, Juan, Anita, Pedro; simplemente son niñas y niños que necesitan más atención o estrategias pedagógicas específicas”.

No lo hagas víctima

En su experiencia como psicóloga y psicoanalista, Patricia recomienda conocer a los estudiantes, saber quiénes son, qué necesitan y qué están buscando. Aliarnos con ellos, sin importar su condición, conocer cuál es su parte constructiva y no partir desde la discapacidad. 

“El punto no es la enfermedad, sino cómo respondemos a ella, cómo la usamos a nuestro favor, cuántas ganas hay de superarse; eso es lo que cuenta. Si nos aliamos con la parte destructiva de la persona, entonces la colocamos en el lugar de la víctima”, señaló Patricia.

La directora insiste en que dejemos de ver la dificultad como la causa de nuestros males y mirarlo como una oportunidad para superarnos, pues tampoco es posible hacer a un lado algo que es parte de nosotros.

Fortalece alianzas

Es importante y necesario que los docentes y los padres de familia se asocien, esto no solo será bueno para los niños, sino que también será un soporte para las familias. Debe haber un intercambio de comunicación y trabajo en equipo, porque lo que ven las maestras en la escuela no será lo mismo que vivan los padres en casa. Tal como Patricia describió: 

“Yo les digo a los padres que tienen que convertirse en especialistas, saber qué dice la neurobiología, qué dice el psicoanálisis, qué dice la psicología conductual; ser observadores y especialistas del funcionamiento de sus hijos, para que tengan nuevas ideas y para que aporten a otros. Se hace una cadena de círculo virtuoso, y esos padres empiezan a ser cada vez más conscientes de que trabajan para la autonomía de sus hijos”.

Hacer de la escuela un lugar donde quepa toda la comunidad. No solo los estudiantes, sino que las madres y padres también tengan un espacio para acompañarse, expresarse y construir relaciones afectuosas que los ayuden a liberar sus cargas. 

Ser honestos y sensibles

Los maestros de Ocachicualli necesitan ser personas abiertas, sensibles y conocedoras, que defiendan la singularidad de sus alumnos y valoren sus diferencias.

“El docente puede pararse al frente y explicar la situación de un niño; por ejemplo, ‘Fulanito se cayó cuando era bebé y tiene unas lesiones en el cerebro que lo hacen hablar así, desesperarse y jalarse los cabellos, pero así como él tiene dificultades, tú las tienes con esto y aquel con esto otro”, indicó Patricia, y aclaró que de esta manera no se les está faltando al respeto, sino que se está comunicando que existe una condición especial y que nadie tiene ningún derecho de agredir u ofender a otro.

Se trabaja con los prejuicios que se van detectando porque, muchas veces, son los propios adultos quienes “contaminan” la percepción de los niños. Evitar frases como “ay, pobrecito tu compañero” o “claro, prefieren a fulanita porque está malita”. Patricia sostiene que los niños por sí mismos tienen una tendencia a relacionarse con la diferencia, así como lo hacen con las lagartijas o con la misma fantasía. 

“Fulanita no necesita su compasión, no necesita su lástima, ella necesita que la acompañemos al baño porque no puede hacerlo sola o necesita que alguien le ayude a tomar los apuntes; hacer a los compañeros partícipes, preguntarles: ¿qué creen que necesita?, ¿qué requiere cada uno?; poner sobre la mesa qué se puede dar, qué sí se vale y qué no”.

Una lectura indispensable que sugiere Patricia es Dibs en busca del sí mismo (1964), de Virginia Axline, basada en la historia real de un niño con problemas que logró reconstruirse con su propio esfuerzo.

La diferencia como forma de vida

“Para que en esta sociedad se incluya la diferencia, hay que entender la otredad”, refirió Patricia. “Y dejar de clasificar, porque eso, en lugar de impulsar la diversidad, incita a la segregación”.

Para ella, muchas veces las terapias y los diagnósticos tratan de “normalizar” al paciente, lo impulsan a que haga la letra como los demás, a que se comporte, a que se exprese como la mayoría, y, entonces, el niño se pierde en su maravillosa diferencia.

“Ahora se dice que Einstein y Newton eran autistas; yo me pregunto, esos niños en su época, si los clasifican y los empiezan a llevar con la terapeuta para normalizarlos, ¿crees que hubieran dejado el legado que dejaron a la humanidad?”, cuestionó Patricia.

Desde su lugar, Patricia tratará de seguir fortaleciendo a su comunidad, de construir un lugar mejor que permita defender la singularidad de cada individuo. Ocachicualli es un vocablo náhuatl, su traducción es metafórica y quiere decir “un poco bueno, un poco mejor”.