No recuerdo cuándo descubrí aquel breve cuento ni cómo llegó a mí, pero, ya casi como un ritual, lo leo a finales de cada año, cuando las personas queremos dar regalos a nuestros seres cercanos, compañeros de trabajo o escuela, maestras, alumnos e, incluso, desconocidos. Y, desde que tengo hijos, procuro también leerles en voz alta ese relato en esta temporada. De hecho, bien sabemos que cuando leemos cuentos a los niños y los jóvenes, les regalamos, no solo historias, sino también afecto, y se genera un vínculo cultural y emocional.

El cuento que me refiero fue publicado en 1902 y en español se titula “El regalo de los Reyes Magos” (“The Gift of the Magi”), de O. Henry (1862-1910), seudónimo de William Sydney Porter, un estupendo cuentista estadounidense que escribió cientos de relatos con giros insospechados. Por supuesto que existen otras muchas historias de navidad conocidas y profundas, como Cuento de Navidad (1843), de Charles Dickens, que narra la historia del avaro Ebenezer Scrooge, quien recibe la visita del fantasma de un viejo amigo suyo que le advierte que abandone sus costumbres egoístas.

“El regalo de los Reyes Magos” es un cuento de Navidad con un final inesperado. Una pareja joven, a pesar de tener muy poco dinero, hace todo lo posible por comprarse regalos entre ellos. Es una emocionante historia que describe lo que la gente es capaz de hacer por regalarle felicidad a un ser amado. Todo lo contrario al Scrooge de Dickens.

No importa tanto el regalo —el objeto— en sí, sino cómo se obtiene y da, cómo se las ingenia uno para regalar a pesar de ciertas limitaciones, cómo en cualquier momento y circunstancia podemos ser creativos, y, claro, no siempre el mejor regalo es algo material; no por nada muchas veces se dice que la escasez puede ser motor de creatividad, sobre todo si se hace desde un hondo y sincero deseo.

El acto de regalar también puede ser como si pintáramos un cuadro o escribiéramos un poema: dotar objetos comunes —una silla, unos aretes, una corbata, una piyama, un suéter, un libro, una piedra, un tenedor, una bufanda, una peineta, una cadena de reloj, unas galletas— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado.

La escritora Flannery O’Connor mencionó en un ensayo que la mayoría de la “materia prima” que un creador pueda adquirir, sucede antes de los 20 años de edad; por el contrario, Raymond Carver escribió que el mejor “material” para crear le sucedió después de esa edad: “Realmente no siento que haya pasado nada en mi vida hasta que cumplí veinte años, me casé y tuve hijos. Entonces las cosas empezaron a suceder”. Pienso que ambas posturas son válidas y que existen infinitas formas de inspiración, que dan frutos con la constancia y una forma especial de mirar las cosas.

Tal como en toda manifestación artística, la creatividad —la magia— puede también ocurrir en otros ámbitos de la vida; en quienes hacen las cosas, las aman y se contentan con ellas, como los artesanos, las tejedoras, las amas de casa, los campesinos, los fabricantes, los empresarios, los matemáticos o los docentes; asimismo puede suceder con la acción de obsequiar.

Todos tenemos historias de Navidad

¿Recuerdan alguna historia de Navidad inolvidable de ustedes mismos? ¿Alguna anécdota navideña entrañable, ya sea de su infancia, juventud o adultez?; ¿o de sus hijos, alumnos, sobrinos, nietas, etcétera? Creo que son momentos en que se descubre, sin importar la creencia que se tenga, lo mágico de esta temporada, la cual es festejada por una enorme cantidad de culturas, ofreciendo eventos, regalos y alimentos especiales.

Entre tantos recuerdos navideños que tengo, ahora resalto uno que está ligado a la fantasía. Hace ya varios años, en una casa de campo que nos prestaron, mi esposa y yo descubrimos en la biblioteca un bello libro que contenía facsímiles de cartas escritas e ilustradas a mano por el escritor J. R. R. Tolkien —creador de la novela El señor de los anillos (1954)— para sus hijos, las cuales, en un juego imaginario del autor, eran de Papá Noel y enviadas desde el Polo Norte cada temporada navideña.

Este creativo gesto de Tolkien es seguramente el regalo navideño que más ha perdurado —no solo en sus hijos— para el resto de la humanidad. Mi esposa y yo imitamos esta idea del escritor británico con nuestros hijos cuando eran pequeños y adoraban la fantasía. Escribiendo y dibujando cartas de Papá Noel para los niños, a la mamá y a mí el amanecer nos sorprendía cada Nochebuena, sobre todo a ella, cuyo entusiasmo en esta actividad era invencible. Ya crecidos nuestros hijos, ellos recuerdan más esas cartas fantasiosas que cualquier otro regalo dejado junto al árbol de Navidad.

Al final del cuento “El regalo de los Reyes Magos”, se recuerda que estos eran maravillosamente sabios, que llevaron regalos al Niño en el pesebre y que ellos fueron quienes inventaron los regalos de Navidad. Sin embargo, los protagonistas de ese cuento son dos jóvenes pobres que sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían. “Pero —finaliza el relato— de todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos”.

El regalo perfecto es, quizás, aquel que nos sacude, transforma y trasciende, mucho más allá de su precio.